Zeitig
im Frühjahr, als die Störche wieder
gen Norden zogen, nahm Klein-Helga ihr goldenes
Armband, ritzte ihren Namen hinein und winkte
dem Storchvater zu. Sie legte ihm den Goldreif
um den Hals und bat ihn, ihn der Wikingerfrau
zu überbringen, die daraus erkennen
könne, daß ihre Pflegetochter
lebte, glücklich wäre und an sie
dächte. »Das ist schwer zu tragen!«,
dachte der Storch, als er ihn um den Hals
fühlte; »aber Gold und Ehre soll
man nicht auf die Landstraße werfen.
Sie werden dort oben zugeben müssen,
daß der Storch Glück bringt.«
»Du legst Gold und ich lege Eier«,
sagte die Storchmutter, »aber Du legst
nur einmal, und ich mache es in jedem Jahr.
Doch eine Anerkennung erhält keiner
von uns. Das kränkt!« »Man
hat das Bewußtsein der guten Tat,
Mutter«, sagte der Storchvater. »Das
kannst Du Dir nicht auf den Rock hängen!«,
sagte die Storchmutter, »das gibt
weder guten Fahrwind noch eine Mahlzeit.«
Und dann flogen sie fort.
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En los
primeros días de primavera, cuando
las cigüeñas reemprendían
nuevamente el vuelo hacia el Norte, Helga
se sacó su pulsera de oro, grabó
en él su nombre y, haciendo seña
a la cigüeña padre, le puso
el precioso aro alrededor del cuello y le
rogó que lo llevase a la mujer del
vikingo, la cual vería de este modo
que su hija adoptiva vivía, era feliz
y la recordaba con afecto. «Es muy
pesado», pensó la cigüeña
al sentir en el cuello la carga del anillo.
«Pero el oro y el honor son cosas
que no deben tirarse a la carretera. Allá
arriba no tendrán más remedio
que reconocer que la cigüeña
trae la suerte». -Tú pones
oro y yo pongo huevos -dijo la madre-; sólo
que tú lo haces una sola vez y yo
todos los años. Pero ni a ti ni a
mí se nos agradece. Y esto mortifica.
-Uno tiene la conciencia de sus buenas obras,
madrecita -observó papá cigüeña.
-Pero no puedes hacer gala de ellas -replicó
la madre-. Ni te dan vientos favorables
ni comida. Y emprendieron el vuelo.
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